
Carlos Álvarez Hirt
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Obras en Exposición
Soy licenciado en Filosofía e Historia. Sin embargo, la pintura se ha convertido en mi profesión, a la que dedico todas mis energías.
Mi concepción de la pintura y del arte en general es realista. Esto no quiere decir que desprecie el arte abstracto ni mucho menos las vías expresionistas o impresionistas para relacionarse con la realidad.
La realidad puede mostrarnos cosas difíciles de asumir, hechos incómodos que es más fácil soslayar. Sin embargo, el compromiso del pintor realista es el de no idealizar aquello con lo que confronta, no proyectar sobre la realidad que le golpea una pátina que la suavice y oculte.
He participado en 5 exposiciones colectivas en la Galería de Arte Ulmacarisa, en la calle José Abascal 26, en pleno centro del barrio madrileño de Chamberí. También he expuesto de forma individual en la Casa del Padre Galo de Cadavedo (Asturias) y de forma colectiva en la Casa de Cultura del Ayuntamiento de Lerma (Burgos).
Me podéis seguir en Instagram como rostrosymundos. Allí voy exponiendo todo lo que hago en el campo de la pintura.
A continuación os ofrezco algunos textos que he escrito en relación con la pintura.
Miseria vs. comunidad
En mi obra como pintor procuro transmitir a otros lo que veo en el mundo en el que vivo. Puedo hacerlo a través de un paisaje, de un retrato… Pero la función principal del arte, a mi modo de ver, debería ser el poner a los seres humanos en relación los unos con los otros. El arte genera comunidad. En un mundo en el que se ha vuelto normal el aislamiento de los individuos, esta función del arte, y en lo que a mí me toca de la pintura, se revela crucial. El mundo que nos rodea ha de ser pensable, verbalizable, representable. Cuando no lo es se convierte en algo traumático. La búsqueda de sentido es algo connatural a todo ser humano. Para ello interpretamos, de muy diversos modos, la realidad que nos circunda e interpela. Las diferentes artes son un excelente modo para cumplir esta necesidad básica.
No obstante, en este mundo acelerado, plagado de shocks y carente de una narrativa comprensible para sus habitantes, es complicado comunicarse con otras personas mediante el arte. Decía Walter Benjamin que los hechos se nos presentaban (a principios del siglo pasado) de forma traumática, en forma de shocks. Este bombardeo continuo de episodios aislados y difícilmente comprensibles impide la asimilación de la realidad en que vivimos. Sin embargo, las obras de arte requieren una elaboración que se toma su tiempo. Así, en una novela, un ensayo, un cuadro, un autor puede volcar una visión del mundo. Esto implica una toma de postura, una reflexión y una labor de creación o producción que permite la comprensión de nuestro mundo. En términos del filósofo Paul Ricoeur, nos falta trama, algo que vertebre nuestra realidad, entendida esta última como constructo lingüístico. Cuando el Hombre no dispone de un relato, de una trama argumental, que proyectar sobre el mundo, se encuentra perdido. Nos estamos quedando sin relatos, y eso es muy malo.
También en relación con esta necesidad de comunicarnos a través del arte, una cuestión acuciante es el aislamiento creciente que se da en nuestra sociedad. La miseria era para los romanos algo que tenía que ver con el hecho de haber sido expulsado de una sociedad. Del latín «mitto» viene el participio de pasado «missus», que significa enviado y, también, expulsado. ¿Qué miseria puede ser más grande que la de aquel que se encuentra desgajado, desarraigado de su grupo social de pertenencia? Son pobres, pero no porque pasen hambre. Esto decía Benjamin de los soldados que regresaban de las trincheras tras la Primera Guerra Mundial. Tras los traumas sufridos, el lenguaje no lograba representar lo vivido.
Actualmente podría decirse que padecemos el hambre espiritual del que carece de relatos para contar su realidad. No tenemos tiempo (o no nos dejan tenerlo) para poder hilvanar un discurso sobre lo que vivimos. Vivimos atestados de noticias inconexas que nos impiden pensar demasiado en lo que se nos cuenta, porque se nos hurta el tiempo para hacerlo. Además, el poder de sobreestimulación que ejercen sobre nosotros las redes sociales retiene nuestra atención, impidiéndole pararse a pensar. No tenemos tiempo. Sin embargo, estas pseudo-noticias no explicadas ni razonadas no nos informan, sólo nos distraen. Nos distraen porque no consiguen ni pretenden transmitirnos una información sobre una realidad que podamos comprender, aunque sea parcialmente.
Por todo esto el arte es tan necesario en estos tiempos. El arte puede poner en relación a unas personas con otras a través de un relato que nos vincula. Hablamos del mundo, y así lo entendemos y habitamos. Esta debería ser la función de un profesional del arte, en el sentido en el que nos hemos referido a la palabra «profesional» más arriba.
Los lazos que unen a una comunidad son simbólicos, más que de ningún otro tipo. Estos lazos los proporcionaba el poeta en los tiempos de la Grecia de Homero: aquél que narraba las historias de los antepasados. El narrador inculcaba valores contenidos en sus historias. Pero también contaba a sus oyentes cómo nació el Mundo y cómo eran las cosas. Esa función de intérprete de la realidad ante una sociedad es la que, a mi modo de ver, debería retomar el artista contemporáneo. El poeta era en la Antigua Grecia un vertebrador social de primer orden. En la actualidad, por el contrario, nos encontramos a menudo con obras de artistas que sólo buscan un efecto chocante, rompedor y, en definitiva, vendible. No generan narración, trama, no hablan del mundo, tan solo generan productos de consumo. No se trata tampoco de que el artista moralice sobre cómo debe ser nuestro mundo, tan sólo debería ser, a mi juicio,
El Realismo
Mi concepción de la pintura y del arte en general es realista. Esto no quiere decir que desprecie el arte abstracto ni mucho menos las vías expresionistas o impresionistas para relacionarse con la realidad. En mi opinión, el realismo no se reduce meramente a una adecuación con la apariencia externa de lo que observamos. Hemos de desentrañar cosas que, aún siendo reales, nos son veladas a menudo y no se presentan ante nosotros de forma comprensible o siquiera asumible.
La pintura puede entenderse como una manera de canalizar a través del arte toda clase de condicionantes sociales que nos afectan de forma cotidiana. Nuestras condiciones de vida tanto a nivel individual, en nuestra familia, como social, como miembros de un todo social, emergerán lo queramos o no en nuestra obra como productores. De este modo el artista puede trasladar a la realidad, mediante un cuadro, un impacto recibido desde un afuera que lo rodea e interpela.
Podemos entender que la postura realista en pintura ha sido, desde los clásicos como Velázquez y Rembrandt, pasando por Courbet, Corot, Degas y hasta Lucien Freud, la de defender la realidad y su expresión por encima de los convencionalismos sociales. Decía Lucien Freud que él retrataba a las personas «no como creen que son, sino como son en realidad». La realidad puede mostrarnos cosas difíciles de asumir, hechos incómodos que es más fácil soslayar. Sin embargo, el compromiso del pintor realista es el de no idealizar aquello con lo que confronta, no proyectar sobre la realidad que le golpea una pátina que la suavice y oculte.
Desde el psicoanálisis se ha defendido la existencia de diversas instancias en torno a lo que quiere decir la realidad. Así pues, tenemos dos conceptos: lo real y la realidad. Lo real serían aquellos impactos, golpeos, que todo sujeto recibe desde un afuera del mismo. Sin embargo, lo real es preverbal, inconsciente, abrupto y a menudo incomprensible. Numerosos acontecimientos que nos ocurren a lo largo de nuestra vida a nivel individual, así como muchos hechos sociales que tienen lugar en el mundo en que vivimos, permanecen cubiertos bajo esta niebla. Esta tiniebla de lo no lingüístico, de lo no hablado ni representado, se presenta ante nosotros muy a menudo envolviendo hechos traumáticos o simplemente difíciles de aceptar.
El otro concepto al que se refiere el psicoanálisis es el de realidad. Aquí nos encontramos ya ante un constructo, algo que los seres humanos creamos a partir de una materia prima que los sentidos nos aportan y que permanece en lo inconsciente hasta que el lenguaje y la consciencia lo alumbran. La pintura puede ser un medio adecuado para trasladar todo aquello que nos marca y nos golpea en la vida a un lienzo, de tal manera que pueda ser así captado por otras personas.
El compromiso del artista debe nacer de esta concepción de la realidad. No se trata de copiar fotos, como podría entenderse desde una concepción más básica del realismo en pintura. El pintor ha de ser alguien comprometido con el entorno que le rodea, alguien atento a lo que se le presenta. El oído inconsciente del artista ha de permitirle absorber lo que le rodea y que, a menudo, permanece inadvertido y relegado al ámbito inconsciente. El pintor puede traer a la luz de la realidad lo que, aunque incómodo, no deja de ser real. Es un constructor, pero también un desvelador.
Así pues, el artista no puede limitarse a representar de forma fidedigna lo que podría captar una cámara fotográfica. No se trata de adecuarse a una realidad que consideramos verdadera, sino despojar lo que vemos de toda la bruma mental de convencionalismos y prejuicios que los envuelven. El Ser de las cosas se nos revela como entre sueños, de forma inconexa y a menudo oscura. Es tarea del artista servir de canalizador para que esos datos se conviertan en una obra que interpreta lo real, y le da una forma visible de modo claro y distinto. El artista ha de interpretar lo que le llega de un afuera que nos interroga a todos. Puede hacerlo porque tiene la capacidad de hacerlo y es libre para ello. Así pues, el pintor no actuaría de un modo pasivo, mecánico, inconsciente, sino libre y voluntario. Esto nos aleja de concebirlo como un mero transmisor de elementos que se alojan en él y brotan sin mediación alguna de la voluntad y, con ella, de la libertad humana.
Intelecto, corazón y manos
Las artes son en su origen modos de producir objetos mediante un saber hacer manual. Este es el sentido primigenio de la palabra arte en su versión latina: «ars», y también en la griega: «techné». Las manos y su capacidad productora, canalizadora, son algo que nos caracteriza como seres humanos. La capacidad de suar herramientas es un elemento que nos hace humanos al mismo nivel que la capacidad de pensamiento abstracto. Por este motivo, en el arte las manos y su capacidad elaboradora no deberían ser, a mi juicio, despreciadas en favor de una mera genialidad conceptual. Durante el Renacimiento tuvo lugar un movimiento por el cual se reivindicaba la Pintura, la Escultura y la Arquitectura como artes intelectuales, que se elevaban por encima del nivel de los denostados oficios manuales. Esto se recogía en el dicho latino «Ut pictura poiesis». La Pintura debía igualarse a la Poesía en lo que se refiere al nivel conceptual de esta última. Esta tendencia a la degradación de lo manual como algo propio de seres humanos primarios, básicos, ha continuado y se ha intensificado aún más a lo largo de la modernidad y de nuestra era contemporánea.
No quiero decir sin embargo con todo esto que las diferentes artes sean puramente equivalentes a la fabricación de objetos de forma manual. En la Pintura, a diferencia de lo que ocurre con la artesanía, hay una intención, una intelectualidad que trabaja para comunicar algo. Pero el medio para comunicarlo no es el usual, mediante el discurso hablado o escrito corriente, sino mediante las manos y su capacidad canalizadora.
El trabajo como ocio sagrado
El trabajo en una sociedad capitalista se concibe como medio de obtención de dinero, ya sea para el enriquecimiento o para la mera supervivencia. Esto tiene su raíz en la ética protestante que tiñe e impregna la sociedad capitalista desarrollada paralelamente a la Reforma Protestante. El pensamiento de Calvino es de importancia capital en este sentido, ya que mediante su doctrina de la Acreditación, induce a la acumulación de riqueza. Así, mediante la obtención de beneficios económicos obtendríamos, según Calvino, un medio de acreditación ante Dios de cara a la salvación de nuestra alma. Esta doctrina religiosa está en la base de la pulsión acumulativa de la sociedad capitalista actual, que hunde sus raíces en la Reforma religiosa del siglo XVI.
Así pues, cualquier profesión que implique una realización personal y un compromiso con un modo de ser en el mundo quedaría excluida de lo que la ética capitalista, calvinista en su raíz, nos manda hacer. Sin embargo, el arte en general y la pintura en particular compromete a quien se dedica ella de tal manera que debe tomarse como una actividad en cierto modo sagrada. Algo así encontramos en la etimología de la palabra «sacerdocio». En latín, «otium» significa ocio, mientras que «sacer» es sagrado: el ocio sagrado. En las sociedades previas a nuestra era contemporánea, las clases dominantes, la aristocracia, el clero y más recientemente la Alta Burguesía, se diferenciaban del común de la población por el hecho de que tenían tiempo libre. Así ocurría en la Grecia de Platón, Aristóteles y Sócrates. El artista, así como el intelectual, eran personas caracterizadas por su pertenencia a la clase de los que poseían tiempo libre, esto es, tiempo de ocio. Sin embargo, este carácter de lo ocioso no tiene por qué oponerse a cualquier tipo de trabajo. Si entendemos el trabajo en un sentido profesional, comprometido y no como un mero medio de supervivencia o enriquecimiento, el trabajo se aproxima mucho a lo que los antiguos llamaban ocio. La profesión del artista, como la del intelectual, tienen algo de sagrado, de un trabajo cuyo fin no se concreta en la subsistencia o el beneficio económico. En términos marxistas, se trata de un trabajo no alienante, que no cosifica y convierte en medio a quien se dedica a él, sino que lo ennoblece y dota de un sentido como individuo.